El retorno de los novelistas o de sus héroes a sus amores difuntos, tan emocionante para el lector, es por desgracia muy artificial. Este contraste entre la inmensidad de nuestro amor pasado y lo absoluto de nuestra indiferencia presente, de la que mil detalles materiales -un nombre traído por una conversación, una carta encontrada en un cajón, el encuentro mismo con la persona o, todavía más, su posesión a destiempo, por así decir,- nos hacen tomar conciencia, este contraste tan doloroso, tan lleno de lágrimas contenidas, en una obra de arte, lo contrarrestamos fríamente en la vida, precisamente porque nuestro estado presente es la indiferencia y el olvido, porque nuestra amada y nuestro amor ya sólo nos gustan a lo sumo estéticamente, y porque, con el amor, han desaparecido la turbación y la facultad de sufrir. La melancolía punzante de este contraste sólo es, por lo tanto, una verdad moral.
Cuando empezamos a amar, advertimos por nuestra experiencia y nuestra perspicacia, -a pesar de la protesta de nuestro corazón que tiene la sensación, o mejor, la ilusión de la eternidad de su amor, -sabemos que un día la mujer de cuyo pensamiento vivimos nos será tan indiferente como ahora nos lo son todas las demás menos ella...Oiremos su nombre sin ninguna voluptuosidad dolorosa, veremos su escritura sin temblar, no cambiaremos nuestro trayecto habitual para verla en la calle, volveremos a encontrarnos con ella sin turbación, la poseeremos sin delirio. Entonces, esta presencia segura, a pesar del presentimiento absurdo y tan fuerte de que la amaremos siempre, nos hará llorar; y el amor, el amor que todavía se alzará sobre nosostros como un divino amanecer infinitamente misterioso y triste, pondrá ante nuestro dolor un poco de sus grandes horizontes extraños, tan profundos, un poco de su desolación hechicera...
Cuando empezamos a amar, advertimos por nuestra experiencia y nuestra perspicacia, -a pesar de la protesta de nuestro corazón que tiene la sensación, o mejor, la ilusión de la eternidad de su amor, -sabemos que un día la mujer de cuyo pensamiento vivimos nos será tan indiferente como ahora nos lo son todas las demás menos ella...Oiremos su nombre sin ninguna voluptuosidad dolorosa, veremos su escritura sin temblar, no cambiaremos nuestro trayecto habitual para verla en la calle, volveremos a encontrarnos con ella sin turbación, la poseeremos sin delirio. Entonces, esta presencia segura, a pesar del presentimiento absurdo y tan fuerte de que la amaremos siempre, nos hará llorar; y el amor, el amor que todavía se alzará sobre nosostros como un divino amanecer infinitamente misterioso y triste, pondrá ante nuestro dolor un poco de sus grandes horizontes extraños, tan profundos, un poco de su desolación hechicera...
(Los placeres y los días, Marcel Proust)