
Cuando empezamos a amar, advertimos por nuestra experiencia y nuestra perspicacia, -a pesar de la protesta de nuestro corazón que tiene la sensación, o mejor, la ilusión de la eternidad de su amor, -sabemos que un día la mujer de cuyo pensamiento vivimos nos será tan indiferente como ahora nos lo son todas las demás menos ella...Oiremos su nombre sin ninguna voluptuosidad dolorosa, veremos su escritura sin temblar, no cambiaremos nuestro trayecto habitual para verla en la calle, volveremos a encontrarnos con ella sin turbación, la poseeremos sin delirio. Entonces, esta presencia segura, a pesar del presentimiento absurdo y tan fuerte de que la amaremos siempre, nos hará llorar; y el amor, el amor que todavía se alzará sobre nosostros como un divino amanecer infinitamente misterioso y triste, pondrá ante nuestro dolor un poco de sus grandes horizontes extraños, tan profundos, un poco de su desolación hechicera...
(Los placeres y los días, Marcel Proust)