Estos días pensando en la pasión no he podido por menos que pensar en una de las grandes pasiones por antonomasia: Phèdre. La pobre, condenada por su propio linaje, renunciar a una pasión que la devora. El mejor ingrediente para alcanzar un climax literario semejante: las pasiones no culminadas.
Mi mal viene de más lejos. Apenas me hube unido al hijo de Egeo con los lazos nupciales, mi reposo, mi felicidad, parecían asegurados. Conocí en Atenas a mi altivo enemigo: lo vi, me sonrojé y palidecí luego;la emoción turbó mi alma enajenada; mis ojos no podían ver y mis labios no hablaban. Sentí todo mi cuerpo a un tiempo frío y ardiente. Allí estaba Venus y las temibles pasiones que infunde, tormentos inevitables con los que persigue a mi raza. Mediante asiduos votos creí poder desviarlos: erigí un templo a Venus y me ocupé de embellecerlo. Rodeada a todas horas de víctimas para el sacrificio, buscaba en sus entrañas mi razón extraviada, ¡pero era un remedio inútil contra mi incurable amor! En vano con mis propias manos quemaba incienso en los altares; en tanto que mis labios invocaban el nombre de la Diosa, yo adoraba a Hipólito; veía siempre su imagen, incluso al pie del altar en que humeaba mi ofrenda. Todo lo ofrecía a ese dios al que no osaba nombrar. Lo evitaba en todas partes. ¡Oh colmo de la desdicha!: mis ojos veían sus rasgos en el rostro de su padre. Incluso contra mí misma me atreví, en fin, a rebelarme: me esforcé en combatirlo.
Para alejar a un enemigo que idolatraba, fingí los sentimientos de una injusta madrastra; insistí en su destierro, y mis continuas quejas lo arrancaron del seno y los brazos paternos. Respiré al fin, Enone; y a raíz de su ausencia, mis días, menos agitados, transcurrieron apaciblemente.
(Fedra, Jean Racine)