Perdiendo la vida yo no habría perdido gran cosa; ya sólo habría perdido una forma vacía, el marco vacío de una obra maestra. Indiferente a lo que en lo sucesivo pudiera introducir en ella, pero feliz y orgulloso de pensar en lo que había contenido, me apoyaba en el recuerdo de aquellas horas tan dulces, y este apoyo moral me daba un bienestar que ni siquiera la proximidad de la muerte hubiera roto. (...)
Todo esto que para mí era sólo recuerdo fue para ella acción, acción precipitada, como la de una tragedia, hacia una muerte. Pues lo seres tienen un desarrollo en nosotros, pero otro fuera de nosotros (bien lo notaba yo aquellas noches en que veía en Albertina un enriquecimiento de cualidades que no estaba más que en mi memoria), y no dejan de reaccionar uno sobre otro. Fue en vano que tratara de conocer a Albertina, de poseerla, después, toda entera, obedeciendo sólo a la necesidad de reducir por la experiencia a elementos mezquinamente semejantes a los de nuestro yo el misterio de todo ser, de todo país que nuestra imaginación veía diferente, y de empujar cada uno de nuestros goces a su propia destrucción.
(La fugitiva, Marcel Proust)